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Para que pueda conocerlo a Él

por: Ilse Strauss, Jefa de la Oficina de Noticias

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LAS PÁGINAS DE LAS ESCRITURAS están repletas de relatos de patriarcas, profetas, reyes y hombres y mujeres comunes y corrientes que desempeñaron papeles extraordinarios en el desarrollo de los planes de Dios para la humanidad. La valiente Ester; el fiel Abraham; el pastor Rey David y su bisabuela moabita Rut; el discípulo “al que Jesús amaba” (Juan 13:23b); María de Betania con su costoso perfume y lágrimas; la lista continúa. Sin embargo, a pesar de la abundancia de héroes imponentes de la fe, la esperanza y el amor, hay dos en particular que siguen capturando mi atención como modelos de humanidad falible en manos de un Dios infalible.

El profeta Moisés y el apóstol Pablo vivieron con milenios de diferencia, pero los paralelos entre sus vidas y sus legados llevan las huellas inconfundibles del Maestro Alfarero. Ambos fueron elegidos cuidadosamente antes de nacer para cumplir un papel que alteraría el curso de la historia de la humanidad. Ambos aprendieron bajo las mentes más brillantes de su tiempo, obteniendo una educación que los preparó para puestos de poder terrenal, pero luego pasaron años vagando por las llanuras de un desierto desolado sin nadie más que el Dios soberano para entrenarlos para Su plan y propósito. Ambos también experimentaron un encuentro con Dios tan profundo que alteró la trayectoria de sus vidas y les permitió abandonar todo confort, prestigio y poder terrenales para seguir el camino y el propósito que Él había ordenado para ellos.

¡Y qué propósito era! Tanto Moisés como Pablo fueron autores de porciones importantes de las Escrituras que hoy —miles de años después de que dejaron sus bolígrafos— continúan atrayendo la mirada de la humanidad hacia el cielo al revelar la naturaleza, el carácter y los planes de Dios. A través de Moisés y Pablo, Dios dio y continúa dando a la humanidad una revelación más profunda de Él mismo.

Sin embargo, para que Moisés y Pablo pudieran revelar a Dios de una manera tan notable, tuvieron que experimentar esa revelación de Dios de primera mano. En resumen, Moisés y Pablo tenían que conocer a Dios íntimamente antes de poder darlo a conocer.

¿Lo más cerca posible?

Ambos hombres disfrutaron de una profunda relación con Dios que va mucho más allá de nuestro marco de referencia. Podría decirse que conocieron a Dios lo más íntimamente posible que un ser humano podría conocerlo.

Moisés se encontró con Dios en la escena de la zarza ardiente (Éx 3:2) y luego vio Su fuerza y poder de primera mano cuando fueron desatados sobre Egipto durante las plagas y el cruce del Mar Rojo. Dirigido por Moisés, Israel caminó a la sombra de Dios durante el día y durmió arropado en el calor de Su ardiente abrazo durante la noche. Junto con Israel, comió de la mano de Dios y sació su sed de la abundancia de Dios. Como “cereza del pastel”, Éxodo 33:11 confirma el estrecho vínculo entre el Creador y Su creado al señalar que Dios habló con Moisés “cara a cara, como habla un hombre con su amigo”. Oh sí. Moisés conocía a Dios.

Lo mismo es válido para Pablo. Su encuentro en el camino a Damasco provocó una vida de tal intimidad con Jesús resucitado (Yeshúa) que se le confiaron algunas de las revelaciones más profundas sobre la salvación, la redención y el plan de Dios para la humanidad caída. La revelación de Dios por parte de Pablo fue tan abrumadora que todas las cosas llamativas del mundo que alguna vez brillaron con tanta intensidad perdieron su valor y de repente palidecieron en comparación con Su belleza, Su excelencia y Su valor. La vida ahora significaba Cristo y la ganancia de la muerte (Fil 1:21). Oh sí. Pablo conocía a Dios.

Sin embargo, a pesar de esta profunda relación, intimidad y cercanía, tanto Moisés como Pablo pidieron a Dios algo que, a primera vista, parece ilógico. Hacia el final de la peregrinación de Israel por el desierto —y por lo tanto cerca del final de su vida— Moisés suplicó a Dios: «te ruego que me hagas conocer Tus caminos para que yo te conozca» (Éx 33:13b, énfasis añadido). Milenios después —y unos 20 años después de encontrarse con Jesús en el camino a Damasco— Pablo se hizo eco del deseo de Moisés, escribiendo en una de sus últimas epístolas: “Y aún más, yo estimo como pérdida todas las cosas en vista del incomparable valor de conocer a Cristo Jesús, mi Señor…y conocerlo a Él…” (Fil 3:8a, 10a, énfasis añadido).

Estas peticiones plantean la pregunta: ¿por qué dos hombres que probablemente conocían a Dios de la mejor manera humanamente posible, podrían orar por algo que ya tenían? ¿Por qué la súplica de conocer a Dios cuando estos dos hombres claramente ya lo conocían?

Desde hace mucho que he reflexionado sobre el anhelo aparentemente extraño en los corazones de Moisés y Pablo —solo para descubrir que la razón detrás de su ferviente deseo conmovió profundamente mi corazón—. Desde entonces he tomado su petición como propia, para ser murmurada consciente y a menudo inconscientemente para mí, mi familia, mis seres queridos y los perfectos desconocidos que me rodean: “Señor, déjame conocerte, déjanos conocerte. ¡Oh Señor, que podamos conocerte!

Pero espera, hay más…

La Biblia utiliza la relación más íntima que una pareja puede compartir para describir el concepto de conocimiento. La palabra hebrea para “conocer” en Éxodo 33:13 es yadá, el mismo término usado en Génesis 4:1a, “Conoció Adán a su mujer Eva, la cual concibió…” (énfasis añadido). Por su parte, la palabra griega para “conocer” en Filipenses 3:10 se deriva de ginōskō, el mismo término usado en la advertencia aterradora de Jesús en Mateo 7:21-23: “Jamás los conocí…” (énfasis añadido).

Por definición, tanto el término hebreo como el griego implican una relación que va mucho más allá de un conocimiento amistoso, un conocimiento mental o estar consciente de algo o alguien. Comunican una sensación del nivel más profundo de intimidad compartida; de un vínculo inquebrantable tejido por hilos de tiempo, amor mutuo y dedicación.

Por naturaleza, conocer puede ser un esfuerzo interminable que dura toda la vida. Incluso aquellos que comparten el nivel más profundo de intimidad están de acuerdo en que siempre hay más por aprender, más que explorar y más por descubrir. Moisés y Pablo experimentaron eso de primera mano. Después de décadas de disfrutar de un profundo sentido de intimidad con Dios y de recibir las más asombrosas revelaciones de Su amor, poder y gloria, tanto Moisés como Pablo sabían lo suficiente como para estar convencidos de que lo que habían visto de Dios eran meros destellos, rayos de luz brillante que irradiaban Su esplendor. Estos rayos no eran más que un anticipo, una deslumbrante promesa de una mayor maravilla, un mayor deleite, una mayor adoración. Y ellos deseaban eso mayor… deseaban más.

Como resultado, descubrieron el mismo tesoro que tenemos a disposición de nosotros hoy. Conocer a Dios es como un ciclo que se perpetúa a sí mismo: cuanto más lo conocemos, más anhelamos conocerlo. Independientemente de dónde nos encontremos en nuestro caminar con Dios, el conocimiento inicial no satisface como una comida rica, sino que abre nuestro apetito. Despierta en nosotros un hambre insaciable de más.

Lo que realmente quiero

Pero, por naturaleza, ese nivel de conocimiento más profundo e íntimo también es opcional y está reservado para quienes invierten en él. Siempre podemos conocer mejor a alguien, claro, pero sólo si elegimos, a menudo una y otra vez, hacer de ese conocimiento nuestro principal objetivo.

Los teólogos, maestros, expertos y laicos han debatido durante mucho tiempo cuál es el llamado más elevado de la vida cristiana. ¿Es la santificación o quizás llegar al cielo? ¿Podría ser usar nuestros dones y talentos para Su gloria y cumplir el llamado que Él tiene para nuestras vidas? ¿O tal vez es amar a los demás y así hacer del mundo un mejor lugar? Si bien se puede decir que todas estas son actividades valiosas, Pablo resolvió el argumento hace milenios: “[Porque mi propósito determinado es] conocerlo a Él, el poder de Su resurrección y la participación en Sus padecimientos, llegando a ser como Él en Su muerte” (Fil 3:10).

No había ninguna duda en la mente ni de Moisés ni de Pablo. A pesar del llamado crítico a liderar una nación incipiente de exesclavos a través del desierto hacia la Tierra Prometida, en una muestra de la gloria y el poder de Dios tan profunda que la historia nos sigue llenando de asombro hoy; independientemente de haber sido elegido para la inigualable tarea de llevar el mensaje de salvación al mundo gentil conocido; e independientemente del honor supremo de escribir grandes porciones de las Escrituras, conocer a Dios era su razón de existir, el mayor tesoro de sus vidas.

Sin embargo, tanto Moisés como Pablo pueden dar fe del hecho de que conocer a Dios tiene un precio. De hecho, a ambos se les exigió que dejaran a un lado sus sueños, ambiciones, sus vidas tal como las conocían, la seguridad, la comodidad, el poder, el prestigio, una reputación y, en el caso de Pablo, su vida.

A veces, Dios requiere de nosotros un sacrificio igualmente radical. Sin embargo, creo que los cientos de pequeñas decisiones que hacemos diariamente entre nuestra naturaleza egoísta y Su Espíritu en nosotros son igualmente importantes en nuestro viaje para conocerlo más. ¿Pasaremos las primicias del día con Él? ¿Obedeceremos Sus mandamientos, incluso cuando parezca que serán perjudiciales, o buscaremos pretextos y excusas? ¿Permitiremos que el miedo domine nuestros corazones o nos mantendremos firmes en la fe independientemente de nuestras emociones? ¿Abrigaremos la ofensa, el orgullo y la superioridad moral o caminaremos en el perdón, el amor y la muerte a nosotros mismos? ¿A mi manera o a la Suya? ¿La vida o la muerte? ¿Otro pequeño paso hacia conocerlo más u otro pequeño paso en la dirección opuesta?

Al final, estas pequeñas decisiones tomadas una y otra vez cada día se convierten en el viaje de nuestra vida: un paseo cómodo, fácil y posiblemente próspero a través de una vida sin exigencias hacia la eternidad, o un camino marcado con sacrificio para conocerlo verdadera, profunda y realmente en “el poder de Su resurrección, y la participación de Sus padecimientos, llegando a ser como Él en Su muerte” (Fil 3:10b).

A primera vista, la elección parece casi lógica. ¿Quién preferiría el sacrificio, el sufrimiento y la muerte a la comodidad, la tranquilidad y la prosperidad? Sin embargo, Pablo señala una perspectiva diferente. Comparado con lo que recibió por elegir este último, el sacrificio significó poco. “Y aún más, yo estimo como pérdida todas las cosas en vista del incomparable valor de conocer a Cristo Jesús, mi Señor” (Fil 3:8a).

Ya, pero todavía no

Dios respondió a la petición tanto del corazón de Moisés como del de Pablo. Le asignó un lugar a Moisés junto a Él, metiendo al líder de Israel en la hendidura de la peña y cubriéndolo con Su mano. De esa manera, Moisés estaría protegido por la santidad consumidora de Dios mientras que la bondad y la gloria del Todopoderoso pasaban ante él (Éx 33:19-23), proclamando Su nombre. Cada vez que leo este relato, el corazón me da un vuelco ante la intimidad de ese momento.

Sin embargo, Dios sólo pudo cumplir la súplica de estos dos hombres hasta donde la naturaleza pecaminosa de la humanidad lo permitiera. Lo mismo es válido para nosotros. Si bien nuestro viaje para conocer a Dios será un esfuerzo de toda la vida lleno de las más asombrosas revelaciones de Su amor, poder y gloria, nuestros corazones pueden regocijarse sabiendo que es un mero anticipo, una promesa deslumbrante de más cosas para maravillarse, más para deleitarse. y más para adorar. En nuestro estado caído, ningún hombre puede encontrarse cara a cara con la santidad de Dios y vivir (Éx 33:20), pero nuestro estado caído no durará para siempre. Un día —esperemos que sea pronto— el Cordero que sabe todo acerca del sacrificio regresará como un León victorioso para hacer nuevas todas las cosas (Ap 21:5).

Mientras tanto, «conozcamos, pues, esforcémonos por conocer al Señor» (Os 6:3), plenamente conscientes de que ahora, en este tiempo de imperfección pecaminosa, Lo vemos pero en un espejo tenuemente. Sin embargo, cuando la imperfección dé paso a la perfección; cuando nuestra fe finalmente se convierta en vista; cuando cada anhelo de nuestro corazón se cumpla al verlo a Él cara a cara, entonces, por primera y gloriosa vez, Lo conoceremos plenamente —así como Él nos ha conocido siempre a nosotros plenamente (1 Cor 13:12)—.

 

Traducido por Robin Orack – Voluntaria en Puentes para la Paz   

 

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