Estudios de Israel

¿Quién como el Dios Altísimo?

Por Rvdo. Peter Fast

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“Vamos, edifiquémonos una ciudad y una torre cuya cúspide llegue hasta los cielos, y hagámonos un nombre famoso, para que no seamos dispersados sobre la superficie de toda la tierra” (Gén 11:4).

Estas son las orgullosas palabras de los descendientes de Noé antes de comenzar la construcción de un enorme edificio como monumento a su grandeza, un santuario que también pretendía conectar el cielo con la tierra en un intento conjunto de reducir a Dios a su nivel.

Buscando sabiduría de lo alto

Al igual que el pueblo de Babel, los antiguos sumerios (5000 a.C.–1800 a.C.) tenían la mirada puesta en los cielos. A lo largo de los siglos, muchas civilizaciones se han sentido fascinadas por los cielos, los planetas y las estrellas, creyendo que los cuerpos celestes eran reinos habitados por dioses y diosas. ¡Una hueste cósmica y politeísta!

La práctica y la mitología sumeria creía que existía una forma de recibir revelación especial de los dioses. Sumeria tenía castas sacerdotales, expertos instruidos que se especializaban en artes mágicas, hechicería, astrología, adivinación por oráculos y canalización de espíritus (dioses) para obtener un conocimiento místico que beneficiara sus vidas en la tierra.

 Los zigurats, o pirámides escalonadas, fueron construidos en las ciudades del territorio sumerio conocido como Mesopotamia. Uno de los principales propósitos de estas edificaciones era crear un portal en la cima del zigurat para que una deidad invocada pudiera descender del cielo a la tierra y encontrarse con los sacerdotes sumerios. En este portal sagrado (casa), el o los dioses invocados podían instruir a los sacerdotes paganos sobre la agricultura, la guerra, la sumisión o el apaciguamiento de un dios en particular, advertirles de futuras desgracias o proclamar maldiciones a causa de los comportamientos inapropiados.

(Crédito: Alireza.heydear/Wikimedia.org)

Una vez que se contenía a la deidad en el portal, los sacerdotes sumerios sentían que tenían cierto “control” sobre ella y, en una búsqueda obsesiva y humana por controlar su mundo, intentaban obtener conocimiento previo del futuro. La mente pagana antigua carecía de esperanza en el porvenir y no tenían idea si existía amor entre los dioses y los seres humanos. Más allá del apaciguamiento de los dioses, estaban abandonados en un mundo violento, caótico e inestable.

 

Invocando a los dioses

Cada zigurat mostraba el dominio y la arrogancia de un gobernante sumerio en particular. Tenía funciones sociales, pero también buscaba ganarse el favor de los dioses hacia el gobernante y su ciudad, sirviendo así, como monumento al poder del líder. El gobernante creía que podía invocar a los dioses desde el cielo, ejercer influencia sobre ellos a través de la casta sacerdotal y, de ese modo, obtener más prestigio para sí mismo (Prov 16:18). Las palabras de Nabucodonosor reflejan esta arrogancia, “…¿No es esta la gran Babilonia que yo he edificado como residencia real con la fuerza de mi poder y para gloria de mi majestad?” (Dn 4:30). Podemos recordar también el orgullo de Herodes, seguido de su caída cuando aceptó la alabanza del pueblo:  “¡Voz de un dios y no de un hombre es esta!” (Hch 12:22).

En el libro del Dr. Jordan Peterson, Nosotros que luchamos con Dios, se expone el propósito del zigurat, describiendo su función humana como un intento de alcanzar a los dioses en los cielos, y cómo el deseo humano de conectarse con las deidades es algo universal. Peterson vincula el zigurat con el orgullo humano cuando afirma:

Eran principalmente monumentos a la grandeza de la grandiosidad de un gobernante determinado o, en una interpretación más generosa, de su sociedad. Cuanto más alto el zigurat, más grandioso el soberano y, por inferencia, más intimidante su política”.

En Lo sagrado y lo profano, Mircea Eliade describe el zigurat sumerio como una “montaña cósmica literal”, cuya cima era llamada ‘Montaña de la Casa’, ‘Montaña de las Tormentas’ y ‘Enlace entre el Cielo y la Tierra’. Muchos estudiosos creen que el zigurat pudo haber sido una copia de la Torre de Babel e influido en la mitología sumeria.

Los antiguos egipcios también construyeron enormes estructuras piramidales que empequeñecían al zigurat, en lo que Peterson describe como un intento de “elevar el estatus de sus faraones a niveles casi divinos”. A pesar de sus otras funciones, explica que estas torres, zigurats y pirámides siempre abrían la puerta al “patológico... culto a un dios falso; colocando en el lugar del ‘ideal divino funcional y verdaderamente integrador’ algo próximo, egoísta, arrogante, obsesionado con el poder y lleno de orgullo”.

Este es, en efecto, el epicentro del corazón pagano: un templo dedicado al hombre, a la auto idolatría y a la elevación de la humanidad como Dios. “El impío trama contra el justo, y contra él rechina sus dientes. El Señor se ríe de él, porque ve que su día se acerca” (Sal 37:12-13).

 

La futilidad del orgullo humano

Uno de mis sonetos favoritos, Ozymandias, subraya irónicamente este mismo punto. Percy Shelley publicó este poderoso soneto el 11 de enero de 1818, después de estudiar los escritos del historiador griego Diodoro Sículo (siglo I a.C.) junto con su amigo y también poeta Horace Smith. La obra de Diodoro reflexionaba sobre las ruinas del antiguo Egipto, describiendo los restos fragmentados de estatuas y monumentos dedicados a faraones de tiempos ya lejanos. Shelley y Smith compusieron cada uno un soneto en el que reemplazaron el nombre del faraón Ramsés II por el de Ozymandias.

Este es el poema de Ozymandias de Shelley:

“Conocí a un viajero de una tierra antigua,

que dijo: Dos enormes piernas de piedra, sin torso,

se alzan en el desierto. Cerca de ellas, sobre la arena,

medio hundido, yace un rostro destrozado, cuyo ceño,

labio arrugado y gesto de frío mandato,

revelan que su escultor bien comprendió esas pasiones

que aún sobreviven, impresas en estas cosas sin vida;

la mano que las burló y el corazón que las alimentó.

Y en el pedestal se leen estas palabras:

‘Mi nombre es OZYMANDIAS, Rey de Reyes;

¡Contemplad mis obras, poderosos, y desesperad!’

Nada más queda. Alrededor de esa ruina colosal,

inmensas y desnudas se extienden a lo lejos

las solitarias y llanas arenas”.

Este es un poema muy apropiado cuando consideramos la Torre de Babel junto a imperios como Egipto, Asiria, Babilonia y Roma. Todos comparten un tema común: el estado del corazón humano. Cuando los seres humanos ceden al orgullo y la arrogancia, no pueden ver más allá de un monumento erigido para la supuesta gloria de su propio nombre. En ese momento, la humanidad se deja engañar y cae en la trampa de creer que su gloria perdurará por toda la eternidad, como el legendario Ozymandias, quien sucumbió ante la falsa gloria de la arrogancia humana. Sin embargo, la realidad siempre nos recuerda con firmeza que el ser humano es finito, y que solo hay un Dios verdadero, tal como lo revela claramente la Biblia.

 

Cuando Dios descendió

Esto es lo que el pueblo de Babel no entendió. Rechazaron el mandato dado por Dios de “ser fructíferos y multiplicarse” (Gén 1:22; 9:1) e intentaron dominar su propio destino al querer poner a Dios al mismo nivel que ellos. Neciamente creyeron que podían hacer que Dios descendiera a su nivel y así conquistarlo o reducirlo. Lo que sucedió es increíble. Después de observar la rebelión del hombre y las asombrosas capacidades creativas que Él mismo les había dado (Gén 1:26), Dios realmente descendió (Gén 11:7). Sin embargo, Su “descenso celestial” no fue para otorgar conocimiento místico a la humanidad, y ciertamente no fue para hacerse su igual. En cambio, vino a castigarlos. Dios dispersó a los obsesivos constructores de la torre al confundirlos con múltiples lenguas (Gén 11:9). Con el factor unificador de una sola lengua eliminado, el pueblo no pudo cooperar y abandonó su proyecto de alcanzar los cielos y completar la ciudad (Gén 11:8).

La palabra hebrea balal significa “confundir” o “mezclar.” Sin embargo, como señala Peterson, “Babel y Babilonia son términos claramente relacionados tanto en etimología como en geografía, derivados —según se argumenta— de la palabra acadia Babili(m), que significa ‘puerta del dios’”. Esto resulta muy apropiado, ya que tanto Babel como Babilonia, además de ser ciudades literales, se interpretan en la Biblia como orgullo, arrogancia y mundanalidad del ser humano (ver Apocalipsis 17:5).

(Crédito: Yaroslav Shuraev/Pexels.com)

Dios es Señor en la tierra

A pesar del orgullo del hombre (Prov 29:23), la Biblia revela a Dios como el Dios del mundo y el Dios de Israel. Dios es el Creador de la tierra (Gén 1:1) y llama “buena” a Su creación terrenal. Después del Diluvio, que limpió la tierra del mal del hombre, Dios se reconectó con el hombre y con la creación renovada mediante la señal del arcoíris (Gén 9:16-17). Dios eligió a un hombre llamado Abram y prometió construir a través de él una nación elegida, basada en un pacto. También prometió bendecir a todas las familias de la tierra mediante este pacto (Gén 12:3). La declaración de Abraham al rey de Sodoma habla de Dios como Señor de la tierra: “…SEÑOR Dios Altísimo, Creador del cielo y de la tierra” (Gén 14:22).

Moisés reveló la soberanía absoluta de Dios al pueblo de Israel: “Él es Dios en los cielos arriba y en la tierra abajo; no hay otro” (Deut 4:39). El Salmo 47:7 llama a Dios “Rey de toda la tierra”. En el nacimiento de Jesús (Yeshúa), los ángeles cantaron: “Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz entre los hombres en quienes Él se complace” (Luc 2:14, Sal 57:5). En la ciudad de Atenas, Pablo confronta al pueblo sobre un ídolo al “Dios desconocido”. “El Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él, siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por manos humanas; ni es servido por manos humanas, como si necesitara algo, pues Él mismo da a todos vida, aliento y todas las cosas” (Hch 17:24-25).

 

Dios de Israel

Sin embargo, Dios también es el Dios de Israel. El rey David proclamó: “¿Y qué otra nación en la tierra es como Tu pueblo Israel, al cual Dios vino a redimir como pueblo para Sí, a fin de darte un nombre… Pues hiciste a Tu pueblo Israel pueblo Tuyo para siempre, y Tú, Señor, has venido a ser su Dios” (1 Cr 17:21-22; Deut 7:6). Dios es descrito como “el Dios de los hebreos” (Éx 3:18), y Moisés lo llama el “Dios de Israel” cuando confronta al faraón (Éx 5:1). La declaración más importante en el judaísmo, el Shemá, llama a Israel a “escuchar” (obedecer) porque “¡el SEÑOR es nuestro Dios, el SEÑOR uno es!” (Deut 6:4). Josué atribuye su éxito militar al Dios de Israel (Jos 10:24-25), y este mismo título se asocia con la herencia de la tribu de Leví (Jos 13:14). El canto de Débora reflexiona sobre el poder de la naturaleza del pacto de Dios en el Sinaí (Jue 5:5; Salmo 68:8). Los Salmos 41:13 y 106:48 describen al Dios de Israel como “de la eternidad y hasta la eternidad”. La fuerza y el poder emanan del Dios de Israel (Sal 68:35), mientras Él obra maravillas (Sal 72:18) y venga a sus enemigos (Is 1:24).

Este es un lenguaje radical en una época en la que todas las naciones creían en una multitud de dioses que controlaban regiones y ciudades. El erudito judío Michael Wyschogrod señala la singularidad del Dios de Israel cuando escribe: “Hay tantos reyes como dioses porque la autoridad de cada uno estaba restringida a un territorio determinado. Salir de ese territorio es salir de la jurisdicción del dios que reina sobre él. El mandato a Abraham de dejar su tierra para ir a una tierra que Dios le mostraría revela a un Dios cuya soberanía no está limitada a un solo territorio, sino que es el Dios de Abraham tanto en Ur de los caldeos como en Canaán, y en cualquier otro lugar que Abraham visite. Tal jurisdicción divina internacional no tiene precedentes”.

El Dios de Israel es comparado con un Esposo hacia Israel (Isaías 54:5-7), y Su fidelidad al pacto no tiene límites (Jer 31:33). El pueblo se maravillaba ante los milagros de Jesús y “glorificaban al Dios de Israel” (Mt 15:31). Cuando Pablo predicó en Antioquía de Pisidia sobre por qué creía que Jesús era el Mesías, presentó su argumento fundamental basado en la relación de pacto entre Dios e Israel (Hch 13:16b-17).

 

La Fidelidad eterna de Dios

Sin lugar a dudas, vemos a Dios obrando de maneras extraordinarias sobre esta tierra, en las naciones y en Su fidelidad única del pacto con Israel. Su palabra se está cumpliendo literalmente ante nuestros propios ojos (Jer 16:14-17), al restaurar al pueblo judío a su antigua tierra ancestral. Él lo hace no por causa de Israel, sino por amor a Su Santo Nombre (ver Ez 36:22-28; Génesis 15, Sal 105:7-11). Con amor inquebrantable, Él mantiene Su pacto, tanto con Israel como con aquellos injertados (ver Ro 11), una relación en la cual “los dones y el llamamiento de Dios son irrevocables” (Ro 11:29). Esta fidelidad eterna del Dios de Israel, quien es el Dios del mundo, jamás será humillada por el orgullo del hombre. Un día, todas las “torres de Babel” que se han levantado en este mundo se desmoronarán hasta convertirse en polvo bajo los pies del Rey.

 

Traducido por Ara Sainz- Voluntaria para Puentes para la Paz

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